Hay momentos en la vida de una persona en que
todo parece fluir y encadenarse como en un sueño o una película. Momentos
absolutamente indescriptibles y que no logras creer ni aún después de haber
sucedido. He visto a Springsteen cuatro veces -lo que me ha podido permitir la
edad y la condición económica- y mi fanatismo por lo que yo denomino el “auténtico
Springsteen” llegó a ser tal que ver en directo esa versión relativamente
descafeinada, verbenera y populista tornaban la experiencia en algo agridulce.
Ayer vi el concierto de Springsteen que llevaba soñando con ver desde hace más
de diez años. Doce desde la primera vez que lo vi, con dieciséis añitos y
terminando la E.S.O. Un momento vital en la vida de cualquier ser humano en que
se conjugan los sueños románticos y las desilusiones de la vida.
Aquel concierto en el Bernabéu el 17 de
junio de 2012 fue absolutamente histórico. Era mi primera vez con el astro del
rock y su gloriosa E Steet band y resultó ser el concierto más largo de su
carrera superando uno hace décadas. Parecía imposible haber estado ahí y haber
sido testigo de algo así. Hubo algunas joyas para fanáticos y momentos
deslumbrantes. Caí rendido pero algo me faltó. Una noche de esas que a veces
hace Springsteen y sólo Springsteen sabe hacer. Una noche cuya faceta más
auténtica y musical brillara al más alto nivel. Al año siguiente viajé a Gijón
y oí algunas canciones que justificaron todos los males (Drive All Night,
Rosalita o Ain´t Good Enough For You) pero era inevitable comparar el setlist
de aquel 26 de junio de 2013 con los que hacía aquellos días en otras ciudades
del mundo. En el Wembley de Londres hizo entero el Darkness On The Edge Of Town
y creo recordar que justo en el concierto anterior al mío en Gijón hizo lo
mismo. Prácticamente medio mes tras Gijón hizo en Roma algo insólito e
impensable: tocar New York City Serenade por primera vez en Europa y además
varias canciones del The Wild y otras tantas joyas difíciles y tan valoradas
por los fans pata negra. Creo que merece la pena contar que The Wild es mi
disco favorito de Springsteen y New York City Serenade fue durante años mi gran
canción favorita. Aquella noche sonó con varios violinistas de Ennio Morricone.
Uno puede llegar a comprender, espero, por qué en mis pocas y ansiosas
incursiones en vivo sentía una relativa decepción.
Mi tercera y última hasta el día de ayer
remató hasta lo desesperante mi dolor inexplicable como amante de la música y
obra de Springsteen. Prometió una gira con The River entero, un disco sublime y
soberbio de veinte canciones, muchas de ellas casi imposibles de oír en un
concierto. Cuando la gira saltó el charco y empezó en Europa la cosa cambió y se
diluyó irónicamente como arrastrada por un río. En Barcelona hizo doce canciones
del santísimo doble disco pero hasta siete del muy diferente y menor en calidad
musical que es Born in the U.S.A. Pero en Madrid bajó el río a siete únicas
incursiones y hasta nueve fueron las concesiones verbeneras y festivas del archiconocido
disco del 84. Todo ello, sumado a un pésimo sonido y a un Springsteen en horas
bajas (todos somos humanos y no fuimos pocos los que pensamos que aquella noche
le sucedió algo malo a Bruce) hizo que ni el hecho de ver el concierto en
primera fila y poder tener la oportunidad de tocarle y encima ser agasajado con
su púa, dada en mano por el propio Bruce, truncaran las cosas. Fue tal mi
debacle emocional con The Boss que pasé años y años apenas sin oírle.
Ocho años después, con pandemias y guerras
por el camino, y con setenta y cinco venerables años, volvió a girar por el
mundo con la insuperable E Street Band y en 2023 hizo doblete en su amada
Barcelona. Ni una noche en Madrid. A finales de año se anunció una segunda
parte de la gira y ni una ni dos sino tres fueron las citas en mi ciudad.
Ninguna ciudad de la gira tenía tantas paradas. No lo creía. Cuando Springsteen
hace doblete en una ciudad la segunda noche suele ser mucho más especial para
los fans, esencialmente por esa abundancia de cambios y joyas inesperadas.
Estuve desde fuera del Metropolitano oyendo el concierto pero este segundo
asalto lo viví en las primeras filas frente al escenario y se han conjugado
todos los milagros imaginables e inimaginables. Ni en mis sueños más húmedos
pensé que algo así sería posible. Que viviría por fin una noche de las que hablaba.
Empezar con Something In The Night vale lo
que solo un seguidor de verdad puede comprender. Solo ha empezado con esa canción
un par de veces en la vida. Encadenar la soberana sorpresa con hasta siete
concesiones al Darkness on the Edge of Town, tocar mi amada The Ties That Bind,
presenciar en vivo una canción nunca antes tocada en directo como The Power of
A Prayer o vivir por fin la gloriosa Backstreets… El resultado es inexplicable.
Inenarrable. Inefable. El shock fue tal que yo, un fumador empedernido que se
había liado unos quince cigarros para tenerlos hechos -el placer de fumar en un
concierto o festival es grande- no es que no fumara ni uno, es que directamente
se me olvidó la existencia del tabaco.
He visto muchos conciertos para mi corta
edad. Llega un momento en que uno comprende que no tiene sentido comparar pero
es que esto ha sido incomparable. Por las razones empíricas y absolutamente
inapelables, implacables que he dicho. AC/DC, los Stones o U2 (por citar otros
colosos de estadio) pueden ser sublimes pero al lado de lo que hace Springsteen
todo es una broma. Sencillamente. Por no hablar de la duración, la intensidad, la
inmaculada pléyade de casi veinte músicos o la energía y todas esas cosas que
todo el mundo sabe. Esa capacidad de sorprender y emocionar a miles y miles de
personas de todas las edades y criterios y nacionalidades. Esto es otra cosa.
Ni mejor ni peor. Simplemente en otro peldaño. Otro tipo de ceremonia, con una
autenticidad, honestidad, humanidad y calidad musical capaz de, al mismo
momento, enloquecer a masas y masas de almas y a gente selecta cuyo criterio es
exigente y prístino.
No sé
qué más se puede añadir. Fui al concierto con mi amado hermanito. Él, de veinte
años, ha tenido el privilegio de ver a Roger Waters, a los Stones, a TOOL, a
Björk o The Mars Volta. Cada cual un artista sobresaliente. A la salida me
confesó: “este es el concierto más concierto que he visto”. Yo ansiaba vivir
alguna de esas noches históricas en que parece que todos los planetas y
constelaciones y en último término galaxias enteras se conjugan y todos los
dioses y demonios explotan al unísono en el mismísimo Big Bang de la música. Y
la he vivido. Y sigo sin creérmelo.