Valoración: matrícula de honor
No sé cuántos conciertos he visto a la corta edad de
24 años. Más de cien. Cantidad y aún más calidad. Música, generalmente,
internacional. Heterodoxia artística, buceando en géneros musicales con tanta
disparidad y libertad como el que navega en la red en busca del conocimiento
infinito. Sin cerrarme ni atarme a modas o prejuicios. Y, aunque él fuese el
tercero al que vería, aunque él fuese el primero en morir cuando ya llevaba
años escuchándolo con devoción y viendo conciertos de los mejores, siempre, desde
el primer instante prácticamente, sentí un espasmo casi cerebral; un crujido
flamenco y enraizado en lo más hondo de mis entrañas españolas. Nunca, jamás,
ha bajado de mi Olimpo pasional, personal.
Llevé años
escuchando con intensidad y una inclinación a caballo entre el delirio y el
arrebato la trilogía final formada por “Old Ideas” (2012), “Popular Problems”
(2014) y “You Want It Darker” (2016). Cada uno una obra maestra, magna,
tremendamente abisal y contemporánea al mismo tiempo. Como el arte más
vanguardista rebautizado por la pureza prístina de las primeras civilizaciones
edificadas en doctrinas panteístas que interpretaban y reinterpretaban el
mundo, reflexionando sobre él. Cada una mejor y más docta que la anterior.
No negaré
que el disco que más escuchaba –y que además ha sido uno de los discos que más
he escuchado jamás– fue el recopilatorio “The Essential” (2002 y publicado
también un 22, como hoy se ha publicado su álbum póstumo), que contiene sus más
emblemáticas, bohemias y comerciales (entiéndase en un sentido poco peyorativo)
canciones. Los increíbles directos “Live in London” (2009), “Songs from the
Road”, (2010) y “Live in Dublin” (2014) -cuyas reinterpretaciones musicales, en
muchas ocasiones, me parecían aún más sublimes que las declinaciones abisales
de su voz en las grabaciones de estudio- formaban una trinidad aún más
frecuente para mis sentidos que la sucesión de grabaciones finales. Sí, la
banda que llevó sus últimos años de vida, que lo acompañaba y arropaba cada
noche de despedida, era sublime. Pero siempre he nombrado a Javier Mas como el
posible mejor músico y guitarrista que he visto nunca.
No es ahora
el momento para nombrar guitarristas, tanto virtuosos como carismáticos,
norteamericanos o británicos, eléctricos o clásicos. Pero este hombre, capaz de
arrancar sonidos únicos, de hacer hablar a la guitarra española, la guitarra de
doce cuerdas, el laúd, el archilaúd y la bandurria, me enamoró musicalmente de
tal manera que incluso le ponía sus punteos e improvisaciones a mi abuelo
malagueño, flamenco de corazón. Nombrar antes a Javier Mas que a Leonard Cohen,
es precisamente el núcleo de mi reflexión sobre el nuevo trabajo. Lo he hecho
así porque es eso lo que resalto de “Thanks for the Dance” (2019), al margen de
que me parezca incluso más perfecto y precioso que mi adorada trilogía final.
Llevaba años soñando con un disco de Leonardo en donde Javier tuviese un
protagonismo tan alto y esencial como en ciertos momentos del “Grand Tour” (así
se tituló en 2015 su hasta ahora último álbum en vivo). Ha sucedido por fin y
ha sido tan bueno, tan intenso, tan efímero…
No sé qué más puedo decir. No sé si quiero decir
algo más. Es un trabajo corto, póstumo, preciso, fino, elegante, sobrio.
Soberbio, como todo en Cohen. Ay, Leonardo… Llevo semanas escuchando de nuevo a
Nick Cave, uno de mis músicos favoritos. Le vi en 2015 y le toqué la mano
izquierda. Es de lo mejor que he visto nunca en directo. Pero Cave es tu hijo.
Tu hijo más aventajado, tu mejor heredero musical. Pero tu hijo. Decías cuando
le dieron el Nobel a Dylan que el mero hecho de dárselo al judío errante era
“como ponerle una medalla al Everest por ser la montaña más alta”. Creo que
esta última danza es como bailar en el Monte Olimpo de Marte, la montaña más
alta del Sistema Solar. Gracias Leonard.